"Deléitate en el Señor, y el te concederá los deseos de tu Corazón". Salmo 37:4

lunes, 30 de septiembre de 2013

Once Mil Metros de Profundidad

Vuelve a compadecerte de nosotros. Pon tu pie sobre nuestras maldades y arroja al fondo del mar todos nuestros pecados (Miqueas 7:19).
En El Rey ha nacido, Leo R. Van Dolson cuenta la historia de un anciano que era un buen cristiano y amaba mucho al Señor. No tenía mucha educación formal, pero siempre alababa a Dios sin importar dónde estuviera. De manera especial, en la iglesia se escuchaba su fuerte “amén”, siempre que se decía o hacía algo que glorificara al Señor.
Un médico miembro de aquella iglesia se molestó con el anciano porque decía “amén” en voz alta y con mucha frecuencia. Cierto día, el ancianito fue a ver al médico por una dolencia que, aunque no muy grave, requería ayuda médica. El médico, más que curar al anciano, quería impedir que dijera “amén” tan a menudo.
-Tardaré unos minutos en atenderlo -le dijo el médico- Aquí tiene un libro sobre exploraciones científicas. Si encuentra en él algo para lo que pueda decir “amén”, dígalo en voz alta, como en la iglesia, de modo que pueda oírlo desde mi consultorio.
Apenas se hubo retirado, el médico escuchó un fuerte “amén”. Volvió corriendo a la sala de espera y preguntó al anciano:
-¿Qué encontró en ese libro para gritar “amén”?
-Bueno, apenas tomé el libro -le respondió el anciano- y lo abrí, encontré que una expedición al Pacífico Occidental había descubierto un lugar donde el océano tiene una profundidad de once mil metros. ¡Alabado sea el Señor!
-¿Por qué lo alegra saber que el mar es tan profundo?
-Porque la Biblia dice que Dios arroja todos mis pecados a lo profundo del mar. Hay once kilómetros de agua sobre ellos. ¡Alabado sea el Señor!
Pero hay algo más que once kilómetros de agua sobre nuestros pecados. Han quedado tan cubiertos por la sangre de Cristo que Dios mismo no los puede ver. Cuando nos perdona, los olvida. El perdón que él nos da es imposible para nosotros, a menos que nuestros corazones estén tan llenos del amor de Cristo que nos olvidemos del “yo”.
Jesús nos pide que tomemos nuestra cruz de negación del yo y lo sigamos. Pero cuando, por fe, aceptamos su cruz, descubrimos que, en cambio, él pone una corona de amor sobre nuestra cabeza. Con ella, los pensamientos de paz y amor llenan tanto nuestras almas que el amor de Cristo se refleja a todo nuestro alrededor.
Es el secreto para poder llevar la cruz de Jesús y tener la seguridad de que nuestros pecados están olvidados para siempre en el fondo del mar.

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