domingo, 17 de noviembre de 2013

Tiempo para Ti

Cómo restaurar el equilibrio emocional.
Si las últimas décadas se caracterizaron por las victorias de la medicina sobre muchas enfermedades del cuerpo, el desafío del siglo XXI es ayudar a la humanidad a no entrar en un colapso emocional. No se trata solamente de los disturbios serios, que necesitan un tratamiento profesional con terapias y medicamentos, sino del equilibrio emocional del diario vivir. Vale la pena recordar que la salud es mucho más que la ausencia de enfermedad, es tener bienestar total.
Los especialistas hablan de varios enemigos de la salud emocional, entre ellos la ansiedad y la culpa. Los síntomas pueden percibirse en el padre que pierde el sueño por causa del riesgo del desempleo; en la mujer que vive la presión de combinar el trabajo fuera de la casa con el papel de madre; o en el adolescente que, bombardeado por la propaganda, cree que su valor se mide por la marca de su ropa. Lo peor de la ansiedad es que nos ata al futuro. Coloca la felicidad como algo a ser alcanzado, pero que no está disponible en este momento. Crea un sentimiento de constante insatisfacción, mal humor e intolerancia. Hace que las incertidumbres del mañana nos roben la paz de hoy.
La culpa, a su vez, nos amarra al pasado. Su peso puede ser sentido por los padres que perdieron un hijo por causa de las drogas; por el joven, en otro tiempo ingrato, que ahora toca el ataúd de su madre; o por el marido que carga en sus espaldas la destrucción de su hogar por una aventura amorosa. La culpa que no se resuelve agota las fuerzas. Absorbe todo lo que hay de bueno en nosotros. Se ríe de nuestros sueños de libertad y regeneración, tirando en la cara del culpable una deuda impagable. Genera angustia y depresión. Puede matar.
El problema es moderno, pero la solución de Dios es muy antigua: “No se angustien por el mañana, el cual tendrá sus propios afanes. Cada día tiene ya sus problemas” (S. Mateo 6:34). El consejo es simple y práctico, porque él, en el versículo anterior, promete suplir todas las necesidades de aquellos que lo busquen (vers. 33). Si dudas, mira las aves, que no piden socorro ni hacen nada para merecer que se las auxilie, pero aun así reciben ayuda (vers. 26). El texto incluso dice que es inútil que el hombre se angustie en relación con lo que no puede cambiar, pues lo que está más allá de nosotros debemos confiárselo a Dios (vers. 27). Para los ansiosos, Dios puede quebrar las cadenas que los amarran al futuro.
Con relación a la culpa, algunos psicólogos dirían que el Cristianismo es la religión que más oprime al hombre. Es cierto que una errónea comprensión del carácter divino convirtió la fe en un fardo insoportable. Algunos llegaron a considerar la voz del Diablo más dulce que la de Dios. Pero no es ese el retrato que pinta la Biblia: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso” (S. Mateo 11:28). El Dios bíblico concede una paz interior que va más allá de todo entendimiento, porque no proviene de las movilizaciones contra la violencia o los acuerdos de cese del fuego, sino de un toque de Aquel que conoce el alma humana. Él es especialista en arrojar las culpas en el fondo del mar y borrar un pasado perturbador.
Consciente del desequilibrio del hombre moderno, Dios proveyó un día por semana para celebrar la libertad emocional. El sábado es el símbolo del cuidado y del perdón de Dios. Del cuidado, por que se acepta el desafío de quedar lejos de las preocupaciones diarias durante 24 horas. Las cuentas y los compromisos no dejan de existir, pero la responsabilidad se comparte con Dios. Fue esa la experiencia del pueblo de Israel en el desierto. Todos los viernes caía maná (pan del Cielo) en doble cantidad, a fin de que el sábado descansaran en la providencia divina (Éxodo 16).
El séptimo día también es el antídoto para la culpa, pues es un regalo, así como el perdón de Dios. Durante el sábado, se nos invita a descansar, no solo físicamente, sino también de nuestros miedos y traumas. Es el abrazo del Padre para el hijo acosado y lastimado. Es un mensaje del Cielo, en el presente, de que es posible vivir libres del pasado y no temerle al futuro.–Wendel Lima.

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