Hay muchos lugares en el mundo que se ofrecen al visitante como “el cielo en la tierra”. Si bien es cierto que la naturaleza todavía renace cada amanecer con toda su belleza, también es verdad que nada sobre este planeta puede ser comparado con el cielo.
Los mejores escenarios del mundo, con todo su esplendor, apenas nos dan una vislumbre de lo que Dios prepara para sus hijos fieles. Sin embargo, hay quienes intentan vivir en la tierra como si fuera su destino final. Viajes por el mundo, tener acceso a una suculenta cuenta bancaria, vestir ropa de marca, comer exquisitos y excéntricos manjares, vivir en residencias lujosas son algunas de las aspiraciones terrenales que hacen pensar a muchos que las poseen que viven en el cielo. Es posible que en algún momento de su vida el autor del Eclesiastés también llegara a pensar así, pues nada de lo que había debajo del sol le fue negado. Sin embargo, al final de sus días, en un análisis retrospectivo, concluyó: “Lo más absurdo de lo absurdo, ¡todo es un absurdo!” (Ecl. 12:8).
Amiga, no tratemos de vivir en la tierra como si fuera un cielo mal entendido, rodeadas de lujos y abundancia; nunca podremos lograrlo. Es imposible, todo lo que hay en esta tierra se queda corto comparado con lo que Dios tiene para nosotras. “Ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado, ninguna mente humana ha concebido lo que Dios ha preparado para quienes lo aman” (1 Cor. 2:9).
No anhelemos los tesoros terrenales, ni envidiemos a quienes los poseen. Tengamos aspiraciones más altas y sublimes. ¡Anhelemos el cielo! ¡Esa es nuestra herencia! Mientras peregrinamos por la tierra seamos felices, disfrutemos lo mucho o poco que tengamos, y reavivemos todos los días de nuestra experiencia con Cristo el deseo de vivir preparándonos para el día en que tomemos posesión de nuestra herencia celestial.
LECTURAS DEVOCIONALES PARA LA MUJER
ALIENTO PARA CADA DÍA
Por: Erna Alvarado
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