Hermanos, tengan paciencia hasta la venida del Señor.
Miren cómo espera el agricultor a que la tierra dé su precioso fruto y con qué paciencia aguarda las temporadas de lluvia. Santiago 5:7
Todos, sin importar la edad o el sexo, sufrimos de impaciencia. La impaciencia consiste en la incapacidad para esperar sin cierto grado de angustia que lo que deseamos ocurra en el momento que muchas veces nuestro egoísmo ha determinado.
Si tenemos que hacer fila para abordar el autobús, hacer una transacción bancaria, pagar algún producto que hemos adquirido, deseamos ser los primeros en recibir atención, ¿cierto?
Parece que la impaciencia viene adosada a nuestra personalidad desde el día en que nacemos. Los bebés muestran su impaciencia con llanto cuando el alimento esperado no llega rápido a sus bocas. Luego, ya de adultos, también exigimos disfrutar de nuestros “derechos” con prontitud. Así que pasamos de ser hijos exigentes a convertirnos en padres demandantes.
Si trasladamos este defecto de carácter a nuestra relación con Dios, nos damos cuenta de que sucede lo mismo: con demasiada frecuencia somos impacientes con el Señor. Pero, ¿de dónde surge nuestra impaciencia respecto a Dios? En primera instancia, de una fe débil. El salmista dijo en medio de un doloroso suspiro: “A ti clamo, Señor; ven pronto a mí. ¡Atiende a mi voz cuando a ti clamo!” (Sal. 141:1).
¡Vaya que exigía prontitud y atención inmediata!
En segundo lugar, nuestra impaciencia se debe a que estamos acostumbradas a medir el tiempo de Dios con nuestro propio reloj. No nos damos cuenta de que el tiempo de Dios no tiene principio ni fin, por tanto no se puede medir según parámetros humanos. Dios se encuentra y permanece en la eternidad, no está sujeto al ritmo de las manillas del reloj que colgamos en las paredes de nuestra casa.
En tercer lugar, las respuestas de Dios llegan al final de un proceso que se efectúa en nuestras vidas. Muchas veces pensamos que si Dios nos ama, debe complacernos y darnos lo que le pedimos tan pronto como sea posible. Dios no solamente desea bendecirnos, sino que primero desea enseñarnos, moldearnos, transformarnos. La respuesta llega cuando todo esto ha sucedido en lo más íntimo de nuestro ser.
Si esperas una respuesta de parte de Dios, sé paciente. Esa actitud te ayudará a recordar que Dios no te ha olvidado. Él te dará lo que necesitas de acuerdo a la multitud de sus misericordias.
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