Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos.
Así pues, sea que vivamos o que muramos, del Señor somos. Romanos 14:7-8
La indolencia se desliza en forma sutil hasta que se adueña del corazón de los seres humanos. El egoísmo creciente puede llevar a algunas personas a vivir concentradas en sí mismas. Si ese es el caso, sus deseos y necesidades estarán por encima de las carencias de los demás. Muchas personas creen que cada quien debe velar por su satisfacción personal, aunque si alguien o algo se atreve a interponerse ante los de ellas, exigirán que se les dedique una atención prioritaria.
El dolor humano se pasea por las calles de las ciudades, tanto grandes como pequeñas, y son muy pocos los que reparan en ello. Casi nadie se preocupa por el sufrimiento que se asoma por los ojos tristes de millones de niños que alrededor del mundo estiran la mano para recibir un mendrugo de pan que a veces nunca llega. La enfermedad que llena clínicas y hospitales a veces también se presentará a la puerta de nuestros hogares.
El dolor humano es también el dolor de Dios; nuestras preocupaciones también lo son para él. El apóstol pues nos insta: “Preocupémonos los unos por los otros, a fin de estimulamos al amor y a las buenas obras” (Heb. 10:24). La preocupación que se presenta en este texto, no es el simple hecho de lamentarnos por lo que ocurre en el mundo actual. ¡No! La preocupación inspirada en Dios nos debe llevar a la acción pronta y oportuna. Socorrer al necesitado debe ser una parte fundamental de la vida cristiana. Así lo hizo Jesús, cuando tocó a los niños, devolvió la vista a los ciegos, hizo caminar a los cojos, y con infinita ternura devolvió la cordura al hombre poseído por los demonios. Esa misma es la preocupación de Dios, así también debe ser la nuestra.
Hoy es el día de preocuparnos, pero no por nosotras mismas, sino por los demás. Seguramente al hacerlo dejaremos por un momento de preocuparnos por nosotras mismas, lo que nos será retribuido en alegría permanente. Tomemos en cuenta la amonestación del Señor, cuando nos dice: “Es un pecado despreciar al prójimo; ¡dichoso el que se compadece de los pobres!” (Prov. 14:21).
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