Al acercarse a la montaña, “habló Isaac a Abraham su padre, y dijo: Padre mío. Y él respondió: Heme aquí, mi hijo. Y él dijo: He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?”(Gén. 22:7). Estas palabras de cariño, “padre mío”, se clavaron en su corazón lleno de amor, y nuevamente pensó: Oh, si pudiera morir yo, que ya soy viejo, en lugar de Isaac…
Isaac ayudó a su padre a construir el altar. Juntos colocaron la leña y completaron la tarea preparatoria para el sacrificio. Con labios temblorosos y voz vacilante, Abraham reveló a su hijo el mensaje que Dios le había enviado… Isaac era la víctima, el cordero que sería herido. Si Isaac hubiera querido resistirse a la orden de su padre, podría haberlo hecho, porque ya era un hombre; pero se le había instruido tan bien en el conocimiento de Dios que tenía una fe perfecta en sus promesas y requisitos…
Consoló a su padre asegurándole que Dios le confería un honor al aceptarlo como sacrificio, que en este pedido no veía la ira ni el descontento de Dios, sino indicios especiales de que Dios lo amaba, al requerirle que se consagrara a él en sacrificio.
Guió las manos febriles de su padre a atar los nudos que lo confinaban al altar. Se hablaron las últimas palabras de tierno amor entre padre e hijo, se derramaron las últimas lágrimas de hijo y padre, se dieron el último abrazo, y el padre apretó contra su anciano pecho a su amado hijo por última vez. Su mano se levantó, aferrando firmemente el instrumento de muerte que habría de quitar la vida a Isaac, cuando de pronto su brazo fue detenido… “Alzó Abraham sus ojos y miró, y he aquí a sus espaldas un carnero trabado en un zarzal por sus cuernos” (vers. 13)…
Nuestro Padre celestial sometió a su amado Hijo a las agonías de la crucifixión. Legiones de ángeles presenciaron la humillación y la angustia de alma del Hijo de Dios, pero no se les permitió interponerse, como en el caso de Isaac. No se escuchó voz alguna que detuviera el sacrificio. El querido Hijo de Dios, el Redentor del mundo, fue insultado, burlado, humillado y torturado hasta que inclinó su rostro en la muerte. ¿Qué prueba mayor puede darnos el Infinito de su amor y misericordia? –Signs of the Times, 1° de abril de 1875.
Tomado de: Meditaciones Matinales para Adultos 2013
“Desde el corazón”
Por: Elena G. White
“Desde el corazón”
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