“Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Gén. 3:15). Este fue el primer sermón evangélico predicado a los pecadores; esta promesa era la estrella de esperanza que iluminaba el futuro oscuro y nefasto de la raza. Adán recibió gustosamente la deseada certeza de la liberación y diligentemente instruyó a sus hijos en el camino del Señor. Esta promesa fue presentada en conexión íntima con el altar de las ofrendas del sacrificio. El altar y la promesa permanecen uno al lado del otro, y el uno arroja claros rayos de luz sobre la otra, mostrando que la justicia de un Dios ofendido solo puede ser mitigada por la muerte de su amado Hijo…
La clase de adoradores que sigue el ejemplo de Caín abarca la mayor parte del mundo, pues casi todas las religiones falsas se basan en el mismo principio, a saber, que el hombre puede depender de sus propios esfuerzos para salvarse… La religión de Cristo es para que los hombres y las mujeres la acepten con todas sus inconveniencias. Pueden inventarse un camino más fácil, pero no los conducirá a la ciudad de Dios, la morada segura de los santos. Solo los que “guardan sus mandamientos” tendrán acceso al “árbol de la vida”, y entrarán por las puertas de la ciudad”
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